
Despertamos de un largo y febril sueño, y nos topamos de lleno con la cruda realidad: que de la “inmensa gesta de nuestra nacionalidad” cosechamos poco más que afanas y vergüenzas.
México, como ningún otro pueblo, ha transitado el curso de los siglos en perpetua agonía, en lucha desesperada por no desaparecer en el ocaso de los tiempos. Manchas imborrables recorren su fisiología.
La historia de este suelo constituye un caso ejemplar entre las sociedades humanas; un sostenido estado de disolución, en que todo cuanto fue digno y verdadero ha quedado relegado al cruel olvido.
Habitamos los restos de una empresa fallida: un gran presidio abandonado, en que, por instantes, brilla la lumbrera de nobles presencias. México no recibió sino de manera pasajera la luz civilizadora. Sólo fuerzas ajenas a su constitución interna, legados de lo supraterreno, han podido echar a andar su desarrollo.
México no se convirtió en sujeto. No pudo desarrollarse ni alcanzar plenitud de ser. Su geografía sirve y ha servido de escenario para el embate entre dos fuerzas antagónicas: entre el orden y el deceso; entre las luces y el subsuelo; entre la redención y la caída: del enfrentamiento de la civilización contra la barbarie. Eterna y mezquina guerra de todo lo que se arrastra contra todo lo que vuela.
La situación de México es la de un cuerpo en podredumbre, falto de alma, que se extiende al infinito; pena mayor a la de extinguirse en pleno. Extraviado en este inmenso mar de concupiscencias, llevado por la más incontenible de las fuerzas: el de la bajeza humana.
Confesemos que en México la civilización mengua por todas partes. Es evidente el agotamiento de todas las fuerzas sociales, impera la nada moral, ciñéndose sobre nosotros la más oscura de las noches
Hemos de ser otra cosa, o mejor, si no fuera posible, dejar de ser. Emprender una huida, una salida provista de nuevos paradigmas, hacia nuevas ciudadelas, dejando tras de sí la ruina acumulada durante todo este amargo tiempo.
Estando a la altura del momento histórico, siguiendo los designios del espíritu y soportando las inclemencias del destino, proclamamos: la renuncia a la nacionalidad, de este aborto deliberadamente madurado que recibe el nombre de México.
Fundiendo nuestro esfuerzo en la perturbación de los tiempos actuales, más allá de la edad de Dios, y de la edad del Hombre, para aterrizar en la edad de la Comunión.
Nuestro país es una inmundicia histórica, y la vida sana clama por su destrucción. Dichoso el pueblo que de su propia angustia saca fuerzas para engendrar auroras.
Justo es entonces preguntarnos, ¿cuál es la razón por la que esforzamos nuestra pluma? Nada tiene que ver con una ciega veneración al derruido edificio nacional, por el contrario, convengamos deshacernos de aquel lastre y alcemos nuestra voz a más altas fuerzas.
Castalia pretende ser el arca de la parte noble de nuestra historia, en rescate de las egregias figuras de nuestra onerosa nacionalidad, que representan a nosotros la bonanza del espíritu humano en medio la tragedia, de la pérdida total.
Sirva este espacio a su memoria.