«Los nobles son llamados en dos maneras, o por linaje o por bondad, como quier, que el linaje es noble cosa, la bondad pasa e vence. Mas quien las ha ambas, este puede ser dicho en verdad Rico e home, pues es rico por linaje e home cumplido por bondad».
—D. Alfonso X «el Sabio»1
Echando la mirada al horizonte mexicano difícilmente se adivinará que aquí llegó a existir nobleza. La vida republicana ha empañado cada aspecto de nuestra constitución histórica, difuminando trescientos años de tradición monárquica y tratando su recuerdo, o bien con virulento odio, o —peor aún— con rotunda indiferencia; lo primero es excusable, lo segundo no tiene perdón. Aun para los ojos del buen observador, lo que fue alguna vez obsesión del conquistador y orgullo de la corte se presenta apenas como un manojo de detalles inconexos y superficiales: un escudo tallado en piedra del que poco se sabe, nombres opacados al retumbar de los beneméritos, grises edificios deformados por el tiempo. Es solo bajo el estudio minucioso de nuestro pasado en que la figura del noble empieza a tomar forma, latiendo, más o menos, en cada una de sus páginas. Por lo demás, el propósito de este artículo es presentar un simple esbozo del acaecer histórico de la nobleza en suelo patrio, como un aspecto sustancial en la vida de lo que fue nuestra pequeña Edad Media.
Para iniciar nuestro estudio, conviene primero ocuparnos en la parte hispana. No se vea en esto una mera arbitrariedad, ni mucho menos muestra de ignorancia, consciente soy que en tiempos precortesianos existió, en sus particulares formas, nobleza en los territorios que hoy ocupa México, sin embargo, el estudio de las formas prehispánicas lejos queda de los fines de este artículo. La colisión de ambas civilizaciones, gesta de nuestra patria, resultó en la forma hispana imponiéndose a la autóctona, aunque se deformara en el proceso. De esto nos ocuparemos en profundidad al tratar a la nobleza indígena en un próximo artículo.
Ponderar el influjo de la nobleza hispana en nuestra tierra nos trae directamente a la «llevada a pique de los naos», es decir, a plenos albores de la Conquista. Es necedad sostener a día de hoy aquel cuento que pinta a los actores de la conquista como una simple pléyade de miserables pícaros, que no deja de esconder, por su parte, un sordo desprecio por los indios. Vicio patrio es el deseo de rebajar todo a la cómoda indigencia. La aproximación que ofrece D. Francisco A. de Icaza2 matiza y enmienda la costumbre viciosa: ciertamente, entre los hombres que hicieron la conquista hubo a quienes no podríamos calificar de otra forma que auténticos parias, como Domingo Díaz, quien confiesa que «por salir muy mochacho de su tierra, no se acuerda de quiénes fueron sus padres»3, como también hombres de altísima alcurnia, como D. Luis de Castilla, «cuarto nieto del Rey Don Pedro I y de doña Juana de Castro»4. Recientes estudios no han hecho más que secundar su juicio. Sin temor a equivocarnos, podemos afirmar que en nuestra epopeya, la hidalguía cumplio un papel protagónico, aun pese a no ser mayoría (su cantidad rondó el 27,9%5); dicho honor recaerá en los «hijos de…», es decir, las «gentes de bien», ni nobles ni plebeyas, cuya familia estaba lo suficientemente bien acomodada como para permitirse la aventura; estos conforman prácticamente la mitad de los conquistadores6; mientras lo que entendemos como plebeyos no sobrepasan apenas a ser el 15%7. Ciertamente, tampoco conviene ofuscarse: en la conquista no encontraremos, acaso, ni un solo miembro de la alta nobleza (condes, marqueses o duques), pero la presencia temprana de estos «hijosdalgos», es decir, del noble sin título, no es desdeñable para nuestro estudio.
Consolidada la conquista, iniciados los esfuerzos de construcción y evangelización de lo que será el Reino de la Nueva España, sobrevino a su vez el reparto de las mercedes: el botín, las tierras, los indios y los títulos; no podemos ignorar aquella síntesis magnífica que nos ofrece D. Bernal Díaz del Castillo: «[fuimos traídos] por servir a Dios y a Su Majestad, y dar luz a los que estaban en tinieblas, y también por haber riquezas, que todos los hombres comúnmente venimos a buscar»8. Aun así, fuera de estas particulares pretensiones, evitó la Corona premiar con títulos nobiliarios a los conquistadores, de cuya única excepción fue el Marquesado del Valle de Oaxaca, entregado a D. Hernán Cortés. Será la encomienda —que en rigor no era ni implicaba título nobiliario— el bien mayor con el que se recompensó al conquistador, llegando a tomar en las Indias un carácter semejante al feudo medieval9. Escapa a los propósitos de este artículo discutir la moralidad o legalidad de aquella institución, nos limitaremos a señalar cómo las querellas del encomendero terminaron por condicionar, no solo la temprana vida colonial, sino el papel que habría de tener a posteridad la nobleza novohispana. De igual manera que con la entrega de títulos nobiliarios, fue opuesta la Corona (ya desde tiempos de los Reyes Católicos) al establecimiento de la encomienda en el Nuevo Mundo. Frente al derecho legítimo que sentía el conquistador de ser recompensado por «entregar todo un Nuevo Mundo» a los reyes, se alzó la prudencia monárquica, deseosa de evitar que se formara una aristocracia que pudiera poner en peligro la integridad de los recién incorporados territorios; a una distancia donde hacer valer sus autoridad era tarea harto difícil. Por ello, se postergó, ignoró y combatió el reclamo de los conquistadores para hacer de la encomienda un bien perpetuo y heredable. Llegaron las tensiones a su punto álgido cuando al promulgarse las Leyes Nuevas, siendo estas un directo ataque a la propiedad sobre la encomienda. Intentar imponerlas llevó al Perú a la revuelta, que termina por costarle la vida al primero de sus virreyes. Mientras tanto, D. Antonio de Mendoza, con mejor y más mesurado juicio, evitó igual derramamiento de sangre en la Nueva España, convenciendo al oidor D. Tello de Sandoval del peligro que sería imponerlas. Las leyes se promulgan, pero sus efectos se suspenden. Mas con esto solo lograría aplazar el conflicto, que terminara por encarnarse en la Conjura del II Marqués del Valle.
El descontento general en buena parte los ultrajados criollos, hijos y nietos de los conquistadores, sumado a la reciente muerte del virrey D. Luis Velasco I, proporción el medio idóneo para que robustecieron fuertemente el partido encomendero. La figura de D. Martín Cortés, II Marqués de Oaxaca, tomó —por sus blasones y riqueza— rápidamente un papel protagónico sobre el resto de encomenderos. Reconocido como el primero entre sus pares, es quizás lo más cercano que hemos estado de producir un monarca indígena. Llegó a hacerse popular entre sus partidarios la consigna de: «(...) alzar por Rey al Marqués, como el hombre que tenía más derecho a esta tierra que el Rey de Castilla, y que luego el Marqués había de elegir duques, condes, marqueses y repartir la tierra»10. Fue la Conjura, en el fondo, un autentico pronunciamiento del mundo feudal que se rehusaba a extinguirse. Aparentando gran peligro la revuelta criolla, que si bien no muy organizada ni violenta, crecía en fuerza. Jugándose la integridad de una de las partes más importantes del Imperio, tuvo que tomar entonces cartas en el asunto la autoridad virreinal. Aún a día de hoy desconocemos cuánto de realidad y cuánto de injuria hubo en la Conjura; lo que sí podemos decir con seguridad es que, aplastada ya, con métodos que aun en la época fueron tildados de exagerados, significó un golpe terrible a la legitimidad de la encomienda, golpe del que la moral criolla jamás logrará recuperarse. Poco pudieron hacer en defensa de la aristocracia la apología de D. Dorantes de Carranza o los reivindicativos versos de D. Francisco de Terraza. Menos aún con la muerte de D. Pedro Cortés y la posterior desaparición del Marquesado del Valle Oaxaca en tierras mexicanas, perdiendo así los criollos a su jefe natural.
Derrotada definitivamente a causa encomendera, sufrido la encomienda un veloz declive, pasando de 480 encomenderos en 1548 a solo 140 en 164211. Mas su añorado recuerdo perdurará en la memoria de los desafortunados criollos. De esto nos da dulce ejemplo el romance «Relación Fúnebre» de nuestro ilustre poeta D. Luis Sandoval Zapata12, donde se nos relata «…la muerte de dos caballeros de lo más ilustre de esta Nueva España»: los hermanos Ávila, condenados por su relación con el Marqués y ejecutados para escarnio público. Digno es recordar que en su relación, Sandoval Zapata culpa del fratricidio, no al monarca, a quien pinta como un engañado, sino a las envidias y viles pasiones de la clase burócrata de la colonia, lo que es un curioso presagio del ya incipiente conflicto entre criollos y gachupines. No parece arriesgado afirmar que para la Nueva España, la contienda por los derechos del conquistador y la defensa de la encomienda tuvo un significado comparable a la de los Comuneros en la península: el enfrentamiento de las viejas libertades castellanas contra una cada vez mayor autoridad monárquica. Quedó entonces, y para siempre, la posesión sobre la tierra de las Indias bajo jurisdicción «directa» del monarca, a manera de realengos, mediado por la figura del virrey.
Parecerá que nos hemos apartado de nuestro tema central, pero discutir el tópico de la encomienda y su significancia histórica es ineludible para comprender el carácter que tomará «estamento nobiliario» en la Nueva España. La supresión de la encomienda fue resentida a perpetuidad por nuestros nobles, abortada la posibilidad de conformar un régimen feudal en las Indias (hecho análogo al caso peruano13), la nobleza fue privada de poder institucional inherente al título. Entiéndase bien lo que quiere decir: el noble seguirá ocupando la cima de la sociedad novohispana, pero su influencia y calidad se debió más a su riqueza y menos a «la honra» del titulo. La exigencia que título de noble le demandó a su portador se redujo a cumplir un papel ornamental en la corte; tomó su figura entre nosotros un carácter esencialmente ritual (mismo lugar donde sus privilegios terminaban14), como un elemento fundamental de la liturgia secular que legitimaba autoridad y permanencia del Reino. Hasta tal punto esto fue así, que la corte de la Nueva España, hecha a imagen y semejanza de la de Madrid, no pocas veces logró opacarla en magnificencia15. Por su parte, al atávico criollo caído en desgracia, (buena parte de los descendientes de conquistadores) despojado del título y la encomienda —y a veces hasta de su hacienda— solo le quedaba refugiarse en el orgullo desmedido, seña de identidad de toda la nobleza criolla, exaltando su abolengo de conquistador y su calidad de hidalgo o cristiano viejo16.
Cabe recalcar la poca importancia institucional que tuvo el título de noble, pues no solo se suprimió su autoridad territorial, cosa de la que ya hemos disertado, sino que además se le despojó de derechos tradicionales en la vida pública, algo que no sufrió su contraparte peninsular. En las Indias, no se exigía calidad de hidalgo para ocupar puestos públicos, ni se siguió la costumbre de elegir a los alcaldes entre la hidalguía17. Gran indignación llegó a causar la venta de cargos en empleos públicos, haciendo que cualquiera pudiese acceder a importantes posiciones en la república —antes reservadas sólo para nobles— siempre que tuviese el dinero suficiente18. Razones de esto puede haber varias, pero una fue, muy seguramente, la necesidad de modelar las instituciones a una sociedad que se encontraba «saturada de hidalgos», fuesen estos ciertos y falsos; pocos españoles hubo en América que no se tuvieran por nobles.
Regresando a la entrega de los títulos, los Austrias se mostraron siempre renuentes a concederlos a los indianos. Durante el reinado de D. Carlos I se otorgó únicamente un solo título, el ya comentado Marquesado del Valle Oaxaca, política que no cambiaría con el prudente D. Felipe II. Es hasta la llegada de D. Felipe III que se va mitigando, sin perder por ello las reservas; durante su reinado se otorgaron tres títulos, dos de ellos de gran repercusión: el Marquesado de Salinas del Río Pisuerga, otorgado al Virrey D. Luis Velasco II, y el Condado de Santiago de Calimaya, otorgado a Francisco Altamirano y Velasco, Corregidor de México, ambos títulos se lograron mantener en América, los sucesores de D. Felipe III mantendrán la tendencia. A diferencia de que con los Austrias, siempre recatados en la entrega de títulos, procurando siempre darlos en recompensa a los servicios prestados a la Corona, es con la llegada de la dinastía de los Borbones que la política nobiliaria cambia diametralmente, haciéndose comunes las ventas de títulos, lo que produjo un vertiginoso crecimiento en la nobleza indiana. De esta forma, las familias acomodadas, en su mayoría criollas de abolengo (emparentadas con conquistadores o primeros pobladores), cumplieron al fin los sueños de sus antepasados. Pero la venalidad de los títulos nobiliarios, acrecentó uno de los más grandes vicios de la sociedad virreinal: el desarraigo de la nobleza indiana, perdiendo casi por completo lo poco de aristocrático que ya de por sí tenía la nobleza, siendo relegada a ser fermosa cobertura de las clase mercantil19. La venta de mercedes fue un atentado contra las tradiciones castellanas, que estipulaban que a la nobleza sólo se podía acceder, o por linaje (sangre), o por bondad (mérito). Entre tanto, sin referirnos a la legitimidad de estos títulos, es cierto, como menciona D. Guillermo Céspedes, que este fenómeno «representó el primer gran triunfo de los criollos»20.
Para finales del periodo virreinal, el estamento nobiliario, ya bien consolidado, siguió manteniendo su preeminencia en la sociedad. Marcada por su pronunciado carácter de clase, fue común que se practicara la endogamia entre las familias principales, al grado tal que, en vísperas de la independencia, una tercera parte de los títulos eran ostentados por solo seis familias. Cuando sobrevino la guerra de independencia, la actitud de la nobleza no fue uniforme: supuestos hidalgos hubo en todos los bandos; algunos nobles titulares abrazaron la Constitución de Cádiz, mientras que otros reaccionaron defendiendo la autoridad regia. Buena parte de la alta nobleza se terminó integrando al movimiento de Iturbide, siendo él mismo descendiente de nobles. De esto da particular testimonio la cantidad de nobles firmantes del Acta de Independencia, sobresaliendo el caso de D. José María de Cervantes y Velasco, conde de Santiago de Calimaya y marqués de Salinas del Río Pisuerga. El primer Imperio fue partidario de continuar con la estructura nobiliaria, llegando a emitir algunos títulos propios, pero es su caída significará el inicio del fin para el estamento nobiliario en la América septentrional.
El 2 de mayo de 1826, ya en tiempos de la República, fueron suprimidos los títulos nobiliarios. D. Luis Weckmann nos dice que esto se dio «bajo una indiferencia general»21, conviene matizar a fin de ser lo más preciso posible. Ciertamente, la supresión no produjo ningún tipo de pronunciamiento por parte de los nobles, y la gran mayoría terminó por aceptar la actual situación, pero la forma en que se hizo tampoco fue homogénea. Algunos nobles, de buena voluntad, despreciaron sus antiguos títulos y abrazaron con creces la vida republicana; otros tantos, con el fin de no renunciar a ellos, salieron de México para no volver, y otros formaron, por así decirlo, un baluarte para la causa conservadora y contrarrevolucionaria22. Lo compartido fue la general decadencia; tal vez no económica, pues la riqueza de muchos ex-nobles pudo comprarles una vida acomodada alejada de los terribles ajetreos del México independiente, pero siendo el medio parco para las liturgias nobiliarias y nuestra nobleza tan dependiente de sus formulas externas, se fueron perdiendo las costumbres, diluyendo poco a poco el sentido de ser noble. Son aislados los casos de ex-nobles que reivindicaron sus títulos, no solo por mero prestigio económico, sino por el valor implícito que éste conllevaba: la responsabilidad ejemplar del noble de estar a la altura de su nombre y de su historia, deber que tiene con el pueblo. Este es el caso, paradigmático para nosotros, de D. Carlos Rincón-Gallardo, III Duque de Regla, IV Marqués de Guadalupe y XI Marqués de Villahermosa.
La Reforma, y con ella el enriquecimiento de una nueva clase burguesa a costa de los bienes de la Iglesia, dio también pasó a la conformación de una nueva oligarquía, carente de deudas con el pasado, que fue desplazando a la antigua aristocracia novohispana. Las formas de la nobleza se fueron diluyendo en la vida burguesa, haciéndose apenas reconocibles la una de la otra. Con la Revolución se profundizó aún más este proceso, primero por lo propiamente caótico y tumultuoso del proceso revolucionario, luego con la introducción de categorías sociológicas disruptivas, que redujeron el propio concepto de nobleza a meros paradigmas de clase.
A fin de no exceder más los límites del decoro y por temor de resultar pesado para el lector, resuelvo dejar hasta este punto el presente artículo, aunque no me gustaría terminar sin ofrecer un amago de conclusión: Si bien, al estudiar el discurrir histórico de la nobleza criolla, ciertamente desafortunada, podemos lamentar la tragedia, como hizo D. José de la Riva Agüero, de que esta no pudiese llegar nunca a cristalizar plenamente en una «nobleza de hecho» —tragedia relevante sobre todo de cara a la vida independiente—, debemos también conceder que para la sana subsistencia del Imperio, más aún en los momentos más crudos de la contienda, era natural que se tomara muchas de las medidas aquí vistas. En el fondo, esto no fue sino el sacrificio, semejante otros reinos súbditos de rey de España, que tocó sobrellevar a este Reino Americano en aras de la causa colectiva encomendad a esa «Cristiandad menor» que fue la Monarquía Católica.
Alfonso X, Las Siete Partidas, vol. I
Francisco A. de Icaza, Conquistadores y Pobladores de la Nueva España, tomo I.
ibid., p. 34
ibid., p. 34
Juan Marchena Fernández, Ejército y milicias en el mundo colonial americano, 1992, p. 24.
ibid., pp. 26-27.
ibid., p. 27.
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